En las orillas vibrantes del Magdalena, en un rincón donde el río susurra historias, Magangué, nació Luisa Fernanda Luna Trespalacios. Desde la cuna, sus risas resonaban entre pinceles y salpicaduras de pintura: cada mancha en su camisa era un grito de libertad creativa. Jorge, su padre —un soñador que un día dejó la arquitectura para conquistar el mundo de la publicidad— la sumergió sin reservas en ese universo lleno de color y forma. “Aquí no hay límites”, le decía, mientras la veía transformar un lienzo en blanco en paisajes imposibles.

A su lado, Luisa (su madre y cómplice de aventuras) le enseñó a descubrir la poesía en lo cotidiano: la curva perfecta de una hoja, el reflejo del sol en una taza de café, la simetría oculta de un adoquín. Esa mirada sencilla y potente construyó en Luisa el anhelo de retomar el sueño de Jorge: volver a trazar planos, a soñar ciudades. Así, años después, la niña creativa se convirtió en arquitecta de experiencias, fusionando diseño, emoción y estrategia en cada proyecto.